Primera obra

Viven historias en mi cabeza, de tiempos remotos; recuerdos que hace mucho debí olvidar. He vivido esas experiencias, en épocas a las que siempre he llamado “Las mejores”. Y así han de ser.
Existen escritos, mucho antes de los expuestos, que solía apodar “de tinta negra sobre el papel”. Letras escritas con sangre adolorida y despilfarrada por el amor. Cálida y fría a la vez, como un escalofrío, que dibujaba uno y mil sentimientos sobre un libro azul y otro verde. Sentimientos físicamente quemados con aquella tinta y el papel. Obligado por el presente y el inesperado futuro, a borrar esos recuerdos tangibles y a conformarme con los que no se pueden ver. Pero los años pasan y son largos. Algunas son imágenes que no van. La memoria falla y los momentos más importantes son los que se logran salvar.

Imaginen una época donde siempre reinaba el otoño. No porque lo fuera, sino por las tardes doradas de la ciudad. Podríamos llamarlo “la era dorada”. Imaginen el cálido viento bajando por las montañas de una iglesia, donde muchas veces se contó esta historia. Visualicen una obra de teatro perfecta, con asientos de madera y telones color granate adornando la función que se presenta, narrado por tu primer amor y protagonizado con tu presencia. Así lo veía yo. Así lo recuerdo aún. Como esa obra preciosa, montada tal vez en un teatrino descubierto que recrea mucho mejor el paisaje, y con la presencia de dos almas. Unidas y separadas. Luchando contra la corriente, queriendo arreglar los errores y escabulléndose del que dirán. Él, huyendo de los errores que siempre cometió, y ella queriendo ignorar el favor que nunca cumplió.

La historia empieza con el tan famoso joven palomino, ese que quedo atrás, queriendo ser arte y ser alguien a la vez, sin saber en lo absoluto lo que podría pasar. Continua con una joven, queriendo lo mismo que él, inocente de todo lo que pronto iba a hacer. Él ciego y sordo. Ella inteligente y llena de vida. Ella prometió ayudar a una amiga. Él ni sabía.  

Todavía recuerdo esa época, aunque no con exactitud. Pero nunca olvidaría ese beso al que antes le había dicho que no. Tengo presente un mensaje que en una noche llego: - ¿Me das un beso? – A lo que yo dije que no. – ¿Porque? Es solo un beso. – Ya lo sé. Pero no nos conocemos muy bien.

Creo que ese fue el primer detalle. Sembró en ella una duda, pero más que eso un interés. Tal vez algo así como admiración, puede ser. Solo sé que dije que no. El mundo intrépido en el que vivíamos estaba corrompido por el poli-amor. Era inédito y casi absurdo encontrar una persona desentendida de esa línea monótona de cadenas, que incitaban en caer en la tentación. Era imposible encontrar un ser que no se dejara llevar por el impulso carnal, tan común del ser humano, y que expusiera un rotundo no. Pero era también, demasiado pronto para creer tan inocente suposición.

Ella fue a mi casa una noche, no sin antes perderse. Ya no sé si era sábado, no sé si era viernes. Pero la encontré en la mitad de la noche y casi frente a mi casa. Aún la veo, ahí, de espalda, caminando solo para verme. Ese día limpio mis manos y limpio mi cara, con una pequeña toalla de esas de bebé que siempre cargaba. Ahí mismo se escribió una fecha, y en mis labios plasmo su firma con un beso. He ahí, el contrato estaba hecho. Un contrato que aún guardo por el recuerdo. Un beso que todavía guardo con sentimiento. Pues creo que ha sido el único que he dado con tantos nervios. Porque sí que lo estaba. Mis manos temblaban y no tenía para nada el control de la situación. Solo estaba ahí, al descubierto. A la incertidumbre de muchos días y muchas noches. Muchos atardeceres y amaneceres que se quedarían con nosotros en nuestros corazones. Y que nadie, ni siquiera el tiempo, podría arrebatárnoslo.

Ciertamente vive una historia en mi cabeza. Desde hace años, desde aquella era. Y con solo recordarlo es volverme a llenar de ese “no sé qué” que me acelera.

Solo hay cuatro cosas claras:
“Que el amor no siempre perdona. Que estar contigo lo era todo. Que me hacías muy feliz. Que el hecho de que respiraras, era mi vida”.

Hay algo reconfortante. Y es que, ya extrañaba despertar en la madrugada sólo para escribir. También el hecho de recordar el arte de tablas y dramas, y la piel cristalina que aflojo un par de tornillos en esta cabeza. Que se quedó a vivir para siempre en mí.



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