3 MINUTOS DE DESAHOGO.
El bebé nace y ve los primeros rayos de luz.
El padre corre a cortar el cordón umbilical.
Es una niña. El padre llora de felicidad.
La niña crece, y
aunque su primera palabra no fue la que esperaba, el padre se emociona y sus ojos se encharcan.
Unos años después la niña sale a jugar con sus amigas y el padre ve que crece demasiado rápido, sin poder parar el tiempo. La vejez juega su rol en esto.
Ella va al colegio y él sigue trabajando diez horas diarias, para poder pagarle el estudio, la comida y los juguetes, al amor de su vida.
Secundaria se vuelve complicada y su hija ya lima sus alas.
La cercanía con el vacío le provoca nauseas al pobre desempleado, que ahora lucha contra la corriente para conseguir un ingreso y poder seguir sosteniendo su familia de dos. Su hija y él.
Él ve como en la tele hablan de jóvenes perdidos en el humo blanco de la amargura, polvos de súper poderes inhalados y danzas contemporáneas. Solo ruega que su hija se valore y nunca tenga que pasar por eso. Que haya aprendido sobre valores y el amor a su padre.
El tiempo pasa y las personas cambian.
El cielo oscurece y se aclara tantas veces como se parpadea.
Los lunáticos de la calle se llevan de la mano a quien se deja y se pierden en sombras misteriosas.
El inicio de una historia estaba marcado.
Una historia estaría por terminar.
Así como nació la niña, creció, se fue con sus amigas, entro al colegio, reclamo privacidad, se ponía histérica cuando no podía salir a las fiestas; así mismo como se escapaba por la ventana para ir, así como cuando tuvo su primer novio, su primer amor y su primera desilusión…
Al final el padre no lloro. No como cuando nació o pasó su primer año con honores.
Su niñita había crecido y se había convertido irremediablemente en lo que siempre, quiso, que no.
Detrás del humo y el polvo y la Danza, fue dejando a su padre atrás, con sus deudas, sus canas y su soledad.
Pero él no la odio por eso. No podría odiarla. No se echaba la culpa a sí mismo ni tampoco a su esposa que lo abandono.
No era rabia. No era rencor.
Era decepción.
Estaba completamente decepcionado de su niña; de su bebe. Él solo podía quedarse ahí, solo, muerto en vida.
La realidad lo había golpeado entonces justo en la cien.
Triste, decadente, realidad.
El padre corre a cortar el cordón umbilical.
Es una niña. El padre llora de felicidad.
La niña crece, y
aunque su primera palabra no fue la que esperaba, el padre se emociona y sus ojos se encharcan.
Unos años después la niña sale a jugar con sus amigas y el padre ve que crece demasiado rápido, sin poder parar el tiempo. La vejez juega su rol en esto.
Ella va al colegio y él sigue trabajando diez horas diarias, para poder pagarle el estudio, la comida y los juguetes, al amor de su vida.
Secundaria se vuelve complicada y su hija ya lima sus alas.
La cercanía con el vacío le provoca nauseas al pobre desempleado, que ahora lucha contra la corriente para conseguir un ingreso y poder seguir sosteniendo su familia de dos. Su hija y él.
Él ve como en la tele hablan de jóvenes perdidos en el humo blanco de la amargura, polvos de súper poderes inhalados y danzas contemporáneas. Solo ruega que su hija se valore y nunca tenga que pasar por eso. Que haya aprendido sobre valores y el amor a su padre.
El tiempo pasa y las personas cambian.
El cielo oscurece y se aclara tantas veces como se parpadea.
Los lunáticos de la calle se llevan de la mano a quien se deja y se pierden en sombras misteriosas.
El inicio de una historia estaba marcado.
Una historia estaría por terminar.
Así como nació la niña, creció, se fue con sus amigas, entro al colegio, reclamo privacidad, se ponía histérica cuando no podía salir a las fiestas; así mismo como se escapaba por la ventana para ir, así como cuando tuvo su primer novio, su primer amor y su primera desilusión…
Al final el padre no lloro. No como cuando nació o pasó su primer año con honores.
Su niñita había crecido y se había convertido irremediablemente en lo que siempre, quiso, que no.
Detrás del humo y el polvo y la Danza, fue dejando a su padre atrás, con sus deudas, sus canas y su soledad.
Pero él no la odio por eso. No podría odiarla. No se echaba la culpa a sí mismo ni tampoco a su esposa que lo abandono.
No era rabia. No era rencor.
Era decepción.
Estaba completamente decepcionado de su niña; de su bebe. Él solo podía quedarse ahí, solo, muerto en vida.
La realidad lo había golpeado entonces justo en la cien.
Triste, decadente, realidad.
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